Zambia a través de una ventana
Acacias africanas, arbustos, manojos de hierbas amarillas que me recuerdan levemente la paja brava de la puna boliviana pero sin su brillo ni su color dorado y resplandeciente, sequedad en el norte del desierto de Kalahari en contraste con el toque de alegría y luminosidad que dan los colores de las largas y estrechas faldas de las mujeres zambianas, como sucede en casi todo el mundo, salvo en los países en los que el fundamentalismo islámico elimina la alegría que traen a las calles el color y la música, y en occidente donde la disciplina de la moda resta personalidad al atuendo. Pequeños poblados de viviendas circulares techadas de paja como aquellas que de pequeña veía en las escasas ilustraciones de la enciclopedia y que me daban la imagen de un continente en el que todas las casas eran así y todos los negros, excepto los pigmeos y los bantúes, que daban más miedo, eran, como en las huchas del Domund, niños de cabezas redondas y de pelo rizado y corto. Algunas sillas de plástico afean el conjunto, cosa que poco les importará a sus habitantes que están a lo suyo, lejos de esa visión occidental en la que lo típico y lo tradicional parece que debe estar esperándonos allá donde quiera que viajemos. De vez en cuando futuras viviendas muestran el esqueleto de troncos formando la base de la techumbre y de las paredes que luego se rellenarán con arcilla. El paisaje es bonito pero se repite a lo largo de unos trescientos kilómetros, entre la frontera con Namibia y la de Zimbawe.
Al otro lado de la ventana también está la gente que va dejando el autobús. Junto a la frontera con Angola son muchos los viajeros que bajan cargados con bolsas, sacos de naranjas comprados durante el trayecto y mantas que han utilizado en la noche. ¿Tendrá su cuerpo una temperatura diferente de la nuestra? Pasé parte de la noche en manga corta y sólo poco antes de amanecer tuve que ponerme el jersey. Las sacan arrebujadas y las van doblando mientras esperan el resto del equipaje, son los buenos días de mujeres, hombres y niños (en orden por su número, muchas más mujeres que hombres en los autobuses de Zambia y Zimbawe) que bostezan enfundados en anoraks y con la cabeza cubierta por gorros o, en el caso de ellas, pañuelos que dejan asomar cabelleras hirsutas y despeinadas. Algunas cargan con los bebés a la espalda sujetándolos alrededor del anorak con una toalla, algo más práctico que la tela que suelen utilizar en otras circunstancias. Los niños más mayorcitos miran tranquilos y con curiosidad a su alrededor esperando pacientemente, con la misma austeridad que muestran soportando horas y horas de viaje sin que se les oiga una sola queja. En el suelo maletas, cajas, cestas, palanganas y otros objetos diversos que sorteamos al acercarnos al supermercado junto al que se ha detenido el autobús para comprar el desayuno y buscar un baño. No hay tal, pero comprensivos con una pareja occidental no acostumbrada a aguantar sus necesidades fisiológicas más primarias durante tantas horas nos llevan a través de largos corredores (al menos a mí si me parecen largos no sé si por el apremio o por el desconocimiento del lugar) hasta unos servicios sucios y llenos de restos de embalajes y productos que contrastan con la apariencia ordenada, limpia y casi lujosa para el lugar en el que estamos, de la parte expuesta al público.
Fuera, la prohibición de beber alcohol en el recinto (aunque sea al exterior) que hemos visto por todas partes a lo largo del viaje. Un hombre negro negrísimo vestido sólo con una especie de mandil, los pocos dientes carcomidos por las caries, los pies enfundados en unas bolsas de plástico barre el suelo de la calle.
Zambia fue uno de los países africanos que pasó con tranquilidad de un régimen dictatorial a una democracia, pero las medidas de austeridad que se tomaron, tal vez necesarias, decepcionaron a gran parte de la población. Por otra parte la existencia de un sistema democrático no soluciona los problemas de corrupción, los apoyos políticos se pagan. El aduanero se embolsa unos cuantos euros a costa nuestra, dice no saber cuál es el cambio del euro, el autobús con el resto de los pasajeros –somos los únicos occidentales- lleva tiempo esperando, no merece la pena discutir más; es muy posible que la organización seria de Sudáfrica y Namibia desaparezcan a partir de aquí.
El autobús continúa camino, nada nuevo a través de la ventana hasta llegar a Zimbawe, Victoria Falls, cambio de paisaje y de ambiente; pero esto queda para otro día.
Swakopmund, Namibia
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