Mi camiseta venezolana
Nkhata Bay, 17 de agosto
Cuando viajo la relación con los objetos de uso diario es diferente a la que tengo en casa. Las tijeras, la bolsa de aseo violeta que me regalaron al comprar unas cremas en El Corte Inglés, la guía de África han estado pegadas a mí durante mes y medio, las he depositado con la confianza, la poca importancia que da la cercanía, casi sin fijarme en ellas, en estantes casi siempre de madera, a veces de piedra, en ocasiones limpios, en muchas otras polvorientos; han viajado tan apretaditas como yo, debajo del asiento, de pie en el pasillo, más lujosamente al principio, en Sudáfrica o Namibia cuando el macuto naranja tenía derecho a un departamento en exclusiva para el equipaje y se podía codear con maletas y bolsas de viaje y, más humildemente, atravesando Zambia o Mozambique cerquita de sacos y bultos de todo tipo y condición.
Mientras caminaba por Nkhata Bay intentando reponer lo perdido, cansada de no encontrar ropa, le dije a Alberto: para qué me voy a comprar una camiseta si tengo la de Canaima... mi cerebro la había salvado del incidente de días atrás, fueron unos segundos, me sorprendió
la equivocación en un principio pero después caí en la cuenta de que aquello no me habría sucedido, por ejemplo, con los pendientes que compré en Sudáfrica, y es que la camiseta de Canaima ha viajado conmigo durante años, se ha tumbado en una hamaca mientras navegábamos por el Amazonas, ha subido, luchando a brazo partido, al Iron Train de Mauritania, disfrutó con Farruquito en
Hoy, tumbada sobre una barra de madera en la cabaña en la que vivimos estos días hay una falda nueva, sobre la cama unas bragas de un rojo y naranja chillón con bordados excesivos, prendas que van sustituyendo lo perdido porque una tiene que vestirse, nada más, pero aún no encontré la que pueda ocupar el lugar de mi camiseta encontrada en Canaima.
Mi macuto naranja bajando del Iron Train
Mi camiseta venezolana de viaje por el Amazonas
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