Vida cotidiana
Blantyre, 10 de agosto
Hace frío. Por el suelo de tierra de la estación de autobuses de Harare corretea un niño, tendrá dos o tres años, va descalzo, harapiento y sucio; un joven le coge en brazos, le abraza, le limpia los mocos, luego lo deja, una muchacha le sonríe y finalmente otro hombre se lo lleva de la mano fuera de la estación. Es media mañana, la miseria, el tercermundismo que no veía estos días en las calles y carreteras de Zimbabwe existe aquí. A las cuatro y media de la mañana, cuando llegamos para estar de los primeros a la hora de subir al autobús que nos llevará a Malawi, una larga fila de personas aún tumbadas bajo sus mantas hacen cola para el autobús de Zambia. A las seis y media abren la taquilla, la gente se abalanza; no hay nada que hacer, el autobús está completo, esta vez son demasiados kilómetros para admitir pasajeros en el pasillo. Esperamos un nuevo autobús hasta las doce, mientras, observo, miro y me dejo llevar por el tiempo; estoy tan cansada que no soy capaz de leer. El ambiente me recuerda a Malí. El suelo no tiene un centímetro libre de basura, los urinarios están encharcados, sucios; entro y meo en frente de una joven que me mira compartiendo el quélevamosahacer, otra asoma la cabeza por detrás de la pared que separa los compartimentos y me observa como a un animal nunca visto.
Paciencia africana; nadie protesta, nadie se enfada, el sentido del humor, la alegría, las risas que veía en la gente estos días no han desaparecido a pesar del ambiente de miseria que invade la estación. África. El África que hace dos años nos hizo volver antes de tiempo por puro cansancio físico y psicológico. Y ya no sé qué pensar acerca de lo que ayer escribía sobre la visión que de África tienen los expertos, los estudiosos del tema. Y me pregunto qué hago aquí, hasta qué punto es lícito permanecer sentada en esta piedra, entre la pobreza de estas personas, compartiendo los plátanos como único desayuno, el suelo pringoso, el frío, el viento que levanta polvo sucio, papeles, trozos de plástico; tengo un trozo de chocolate en el macuto y me lo como casi a escondidas; no comparto, es mentira, viajo, juego, dentro de unos días volveré a Madrid al trozo de vida que me tocó en suerte. Sin embargo ¿por qué no? el día de hoy forma parte de mi vida, es tan mío como cualquier otro, estoy hecha de todos ellos. Y me pregunto, satisfecha de mis contradicciones, qué hago aquí, por qué no cojo un avión a Blantyre y me ahorro setecientos kilómetros de baches, una noche de maldormir, la adaptación del estómago a no comer apenas durante el día...
Son las doce, salimos de Harare. Me siento bien, el cansancio físico continúa pero el del alma ha desaparecido, vuelvo a pertenecer a esta humanidad que soporta con paciencia africana los inconvenientes del viaje en un autobús que no puede con las cuestas, me turno con otras viajeras en colocar la tapa que da al motor, en el pasillo, y que se desliza de vez en cuando fuera de su sitio, y nos acompañamos mutuamente en una hondonada a lado de la carretera o en un arenal junto a los cerdos mientras meamos y los hombres, respetuosos, esperan frente al autobús a que volvamos para pasear por la carretera hasta que el conductor haga sonar la bocina.
Llegamos a Malawi. Nada más poner el pie en la frontera, cuando nos acercamos a la cola para pasar la aduana, me entero de que en primavera seré abuela. En Mesón de Paredes, cuando vaya a dormir después de alguno de mis paseos por Madrid, seremos cuatro. Me van a convertir en una abuelita viajera; me gusta la idea; tal vez me de tiempo a compartir algún viaje con mi nieto (¡o nieta!).
Los niños que viajan en el autobús están contentos, es de día, pueden corretear libremente; algunos, un poquito más mayores, forman parte de la cola y llevan en la mano, orgullosos como hombrecitos, su papel con los datos y su fotografía para entregarlo ellos mismos al señor aduanero; notan, saben que llegan a casa o que, al menos el viaje termina.
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